Friday, April 29, 2016

Cuando el artista traiciona

Dicen que aprendemos imitando; que desde el nacimiento modelamos lo que vemos. Que somos sombras de los que nos preceden, y ellos a su vez sombras de otras sombras. Pero un día descubrimos el arte; una pintura, una novela, una película, un poema: en fin, el medio no importa. Lo que importa es la visión que nos llega, esa descarga neuronal que nos funde con las mentes... de otros, y pavimenta las avenidas de nuestras posibilidades extendiéndolas ad infinitum.

Y comienza a seducirnos la esperanza de que seremos capaces de disipar las sombras; de que al igual que los artistas, podremos junto a ellos crear algo original, y permitirles a otros montarse en nuestros ojos para que vean el todo (o las estrecheces de nuestro todo) a través de nuestras pupilas. Nos convencemos de que si nos agarramos con la suficiente fortaleza a la visión que nos ofrecen, podremos evocar nuestra esencia creadora y finalmente trascender el cruel legado de la evolución; esa inercia que busca convencernos de que es mejor copiar lo que ya funciona, y dudar de la capacidad que tenemos de parir (claro, porque parir duele, ¡duele!) algo innovador.

Y nos pasamos los días buscándolos, mitigando nuestra insaciable sed de asombro que se va acrecentando con el pasar de los años, cuando la densidad de nuestras experiencias nos sumerge en los pozos de las rutinas, en esa mecánica rueda vital en la que terminamos todos, corriendo detrás de nuestros falsos ídolos. Y empezamos a venerar a nuestros artistas favoritos: los colocamos en nuestras mesitas de noche, en nuestras paredes, en nuestros tocadiscos, en nuestras televisiones. Nos memorizamos ese poema que desempolva nuestras alas y que nos abre las puertas hacia los abismos del ser. Y vamos al cine, a los museos, a las bibliotecas, buscando desenterrarnos del despiadado cementerio de las sombras.

Y un día, cuando más lo necesitábamos, conocemos un artista con voz propia. Nos mueven sus escritos, su particular forma de digerir la realidad y regurgitarla como un alquimista: convirtiendo en oro las imágenes de nuestro legado multiétnico y tercermundista, y fabricando historias de esos submundos que imaginábamos imposibles. Nos agarramos de su pluma, y con las manos apretadas a su bolígrafo mágico, nos dejamos caer por el agujero de Alicia, el que nunca imaginamos encontrar tan cerca.

Y su mundo empieza a formar parte del nuestro, tanto así que nos olvidamos de nuestro propio mundo y terminamos creyéndonos que vivimos en el otro. Y que sus ojos son nuestros ojos, y que sus líneas son nuestras líneas, y que sus memorias son nuestras memorias, y no queremos soltarlo porque sabemos que nos hemos quedado sin mundo, y que solo podremos existir entre esos personajes, entre esas conversaciones, entre esas páginas endiabladas que como caballos de Troya, nos han ultrajado el alma.

Y es entonces cuando nos perdemos, cuando regresamos a las sombras.

El artista nos ha traicionado.

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