Mi amigo llega a la fiesta
con una hembra amarrada a la cintura.
Esa cintura de yoyo, de
taladro,
de retroexcavadora que destroza
todas las tierritas que llegan a su lado,
atraídas por esa luz prefabricada
para reventar mosquitos.
Se desata la hembra que se
aferra a su cintura
y la baila por toda la pista,
dejando atrás un olor a goma
quemada y el piso lleno de ceritos.
El otro día le dije, “viejo,
pero tu estás hecho un camaleón”,
pero parece que no entendió
el mensaje
y volvió a dejar esa piel
vieja y arrugada en medio de mi sala,
como si conmigo tuviera que
andar disfrazado de otra piel más humana.
Mi amigo no sabe que yo sé,
que yo fui él cuando era
sombra,
pero ya todo se olvidó y
partimos caminos;
dos lunas en el cielo buscando
el mismo sol,
aunque claro, el caminando
con esa cintura
que de tanto remenearse le
ha ocasionado el síndrome del niño sacudido,
y aunque no es un niño, a
veces creo que lo es.
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