Aarón se envuelve en un grito que sacude la casa. Brinca, suelta su risa corpórea que llena mis ojos de viveza, y me hala por el brazo. Papi, bailá, bailá dice, y tomo sus dos bracitos que me buscan entre el alboroto y brincamos dando vueltas hasta que el aliento me aprieta la garganta y no me deja respirar. Aarón es dos años de aventura, veintiséis meses de volver a mi infancia, gateando por callejones donde se escucha una voz que dice señor, baje de ahí, que no se permiten adultos; pero yo me hago el sordo y le caigo atrás a ese relámpago que ya me lleva la milla, y que ahora me espera en una piscina de bolas plásticas diciendo papito ven, ven papito, y me lanzo despavorido hasta que me vuelvo un cuerpo de veintinueve años con unos ojos que confiesan tengo cinco, y la tarde se va, se escapa como si cayéramos cuesta abajo por una ladera de globos inflados, vejigas con forma de Mickey Mouse, y una sensación de libertad en la boca del estómago.
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