Ente de fascinación: el cuerpo de mujer.
Cuando tenía once años era inalcanzable,
solo un rumor musitado en el colegio,
camuflado en gavetas donde se ocultaban
revistas manchadas y medias torcidas.
A los trece era obsesión,
todavía impenetrable,
todavía espejismo que inundaba mi carne de ambición,
mi lecho de rocío espeso de pasión.
A los diecisiete se convirtió en frontera,
en largas expediciones hacia territorios inéditos,
donde yo era un extranjero en tierras babilónicas,
y el cuerpo de mujer la voz que encarnaba el idioma de la carne.
A los veintiuno se convirtió en presa, en trofeo,
en receptor donde iban a morir las instancias del deseo,
en premio de la testosterona desbordada,
en alimento que desnutría al cazador,
en vacío que dispersaba el alma,
en la búsqueda efímera del fervor.
A los veinticinco se sublimó,
Y todos los cuerpos de mujer se volvieron uno,
y ese uno se volvió cama,
se volvió aspiración,
se volvió sustento.
Y en ese uno decidí vivir:
El cuerpo de mujer se había convertido en casa,
en refugio, en esperanza.
A los veintinueve se volvió descendencia,
y el cuerpo de mujer se redimensionó:
el uno se volvió dos, el dos se volvió misión,
y la misión se volvió templo, sacralidad, templanza,
y de la obsesión nació el explorador,
y del explorador el cazador,
y del cazador, el admirador y el guardián:
ese que vela por el tesoro-cuerpo de mujer,
luces de mi santuario,
néctares de mi fe,
espacios desde donde vislumbro el infinito.